Cierto es que la gran mayoría de los peruanos tenemos fuertes vínculos con el campo, el agro y la ganadería. Nuestros bisabuelos, abuelos o padres trabajaron la tierra o criaron animales en la costa, la sierra o la selva. El mundo rural forma parte de nuestra memoria familiar y de nuestra identidad colectiva.
Cada año, festividades como las de Santiago en Junín, la Candelaria en Puno, la Semana Santa en Ayacucho, San Juan en Pucallpa o los carnavales de Cajamarca convocan a miles de personas de las ciudades, especialmente jóvenes, que reafirman su conexión con nuestras raíces. También en los colegios públicos y privados de todo el país se multiplican los pasacalles costumbristas y eventos culturales, mostrando con orgullo que la cultura viva del Perú se transmite con entusiasmo desde la niñez.
De esta relación inseparable entre el campo, el agro y la cultura nace nuestra gran gastronomía, hoy reconocida en todo el mundo. No es casualidad que el 15 % de nuestros visitantes lleguen atraídos por el turismo gastronómico. Porque el Perú es cuna de civilización y, gracias al trabajo de nuestros productores —entre otros actores—, la riqueza de nuestras tierras se transforma en identidad, sabor y prestigio internacional.
Pero detrás de estos logros se esconde una realidad injusta y dolorosa.
Nuestros pequeños productores agropecuarios —quienes alimentan al país, cuidan nuestros recursos y sostienen nuestras tradiciones— viven en condiciones de exclusión económica y social. Su situación es crítica y profundamente contradictoria frente a otros sectores que concentran la atención del Estado y del mercado.
Según la Encuesta Nacional Agropecuaria 2024, el 95,4 % de las unidades agropecuarias pertenece al pequeño agricultor o agricultura familiar. De ellas, el 79,3 % está en condición de subsistencia y el 39,2 % en situación crítica, con ingresos muy por debajo del promedio nacional.
El rostro del productor agropecuario es el de un trabajador envejecido (34,4 % tiene entre 50 y 64 años), escasamente reemplazado por juventudes rurales (solo el 8,7 % son jóvenes). Además, el 49,4 % solo alcanzó educación primaria, el 10 % no tiene estudios, y apenas el 5 % accedió a estudios superiores.
Las condiciones productivas son igual de alarmantes: solo el 53,6 % de las unidades cuenta con acceso a riego; apenas el 3,1 % recibe asistencia técnica; el 8,6 % accede a crédito agrario formal; y solo el 18 % utiliza maquinaria agrícola. En un mundo cada vez más digital, el 71 % de los hogares agropecuarios carece de internet, y el 22,4 % no cuenta siquiera con telefonía móvil.
A esto se suma un drama que golpea a la infancia rural: más de la mitad de los niños menores de tres años sufre de anemia (51,9 %), mientras los aprendizajes en comprensión lectora y matemática se mantienen en niveles críticos. Solo el 17,3 % de los estudiantes de cuarto grado comprende lo que lee, y apenas el 15,7 % alcanza un nivel satisfactorio en matemáticas.
Esta es la realidad del poblador agrario: un sector vital, pero históricamente olvidado.
Frente a una economía que muestra signos macroeconómicos zigzagueantes, persisten brechas estructurales, debilidades políticas y problemas climáticos que siguen golpeando al pequeño agro. Mientras algunos celebran cifras, millones de campesinos continúan excluidos de los beneficios del desarrollo. El 30 % de los predios agrarios son manejados por mujeres, en condiciones aún más desventajosas.
Por eso, se hace urgente una intervención decidida, justa y diferenciada del Estado. Ya no bastan promesas ni medidas generales: se necesita inversión pública que llegue y transforme, políticas rurales integrales que partan del territorio y del reconocimiento real al pequeño productor, ese que no solo cultiva la tierra, sino también el futuro de la patria.
Fortalecer su organización y su aptitud no es un favor: es una deuda histórica. Porque solo impulsando a quienes siembran esperanza, dignidad y vida en cada surco, podremos construir un país verdaderamente inclusivo, resiliente y con destino.
Y para lograrlo, se requiere un trabajo multisectorial, sostenido y con profundo entendimiento cultural. Educación, salud, infraestructura, tecnología y servicios deben llegar con pertinencia y respeto al sector rural. Que se entienda que cada acción en favor del agro es un paso hacia el desarrollo nacional, dado que representa también al 25 % de la Población Económicamente Activa.
El corazón del campo late fuerte, sus músculos son firmes, y sus sentidos están despiertos. Solo se espera un verdadero compromiso del Estado para iniciar la gran tarea.
Principales indicadores del perfil agrario nacional
Indicador |
Valor (%) |
Participación de la agricultura familiar |
95.4 |
Condición de subsistencia en la AF |
79.3 |
Situación crítica dentro de la AF |
39.2 |
Edad de los productores (50–64 años) |
34.4 |
Productores jóvenes (hasta 34 años) |
8.7 |
Nivel educativo: solo primaria |
49.4 |
Nivel educativo: sin estudios |
10.0 |
Nivel educativo: educación superior |
5.0 |
Nivel satisfactorio comprensión lectura 4to grado |
17.3 |
Nivel satisfactorio comprensión matemática 4to grado |
15.7 |
Niños con anemia (Rural entre 6 a 35 meses de edad) |
51.9 |
Unidades agropecuarias bajo riego |
53.6 |
Acceso a asistencia técnica |
3.1 |
Acceso a la capacitación |
6.5 |
Productores organizados |
7.5 |
Acceso a crédito agrario formal |
8.6 |
Uso de maquinaria agrícola |
18.0 |
Acceso a internet en hogares agropecuarios |
29.0 |
Acceso a telefonía móvil |
77.6 |
Tasa de pobreza rural |
39.3 |
Fuente: Encuesta Nacional Agropecuaria (2018-2019 y 2022-2024) – INEI/MIDAGRI