El campo peruano vive una paradoja: mientras los agricultores claman por agua para sembrar y mejorar su productividad, cientos de proyectos públicos que debieron garantizar riego y desarrollo rural están abandonados. El reciente informe de la Contraloría General de la República (marzo de 2025) lo confirma: 344 obras del sector agrario están paralizadas en el país, con una inversión comprometida cercana a S/ 8 mil millones.
No se trata de simples cifras en un documento oficial. Cada proyecto inconcluso es un reservorio vacío, un canal que no conduce agua, una represa detenida a medio camino. En cada caso, son hectáreas improductivas y familias que siguen esperando una oportunidad que nunca llega.
Más de la mitad de estas obras paralizadas corresponde a municipalidades. Se trata de proyectos pequeños, como canales secundarios, reservorios comunitarios o sistemas de agua rural. La intención es buena: acercar soluciones a las comunidades más alejadas. El problema es que muchos municipios no cuentan con ingenieros especializados ni equipos técnicos capaces de diseñar y ejecutar correctamente estas infraestructuras.
En Apurímac, por ejemplo, un reservorio rural con un presupuesto menor a S/ 2 millones quedó a medio construir porque la municipalidad que lo gestionaba no tenía supervisores calificados. El resultado es que el agua nunca llegó a las chacras, y la obra, que debía beneficiar a cientos de familias, terminó cubierta de maleza.
Por otro lado, los grandes proyectos —irrigaciones, represas, canales principales— son responsabilidad de los gobiernos regionales y del Ejecutivo. Allí hablamos de inversiones que superan los S/ 100 millones. Pero tampoco se libran de la parálisis. En La Libertad, el proyecto de irrigación Chavimochic III, que podría incorporar miles de hectáreas de tierras agrícolas de alto valor, lleva más de seis años detenido por controversias contractuales. Algo similar ocurre en Arequipa con Majes Siguas II, un megaproyecto que prometía transformar la producción agrícola de la región pero que hoy es símbolo de promesas incumplidas.
La parálisis tiene rostro geográfico. Arequipa, La Libertad, Lima, Cajamarca, Piura, Cusco y Puno concentran los mayores montos de inversión detenida. En Cajamarca, conviven pequeños canales inconclusos promovidos por municipios distritales con represas regionales de más de S/ 100 millones que llevan años sin avances.
En Piura, varios canales de irrigación permanecen abandonados desde 2017, justo en una región que ha sido golpeada repetidamente por El Niño costero y donde el agua es clave para sostener la agricultura de exportación. En Puno, los proyectos de riego son críticos para enfrentar las sequías, pero muchos se encuentran en estado de abandono desde hace más de cinco años.
El informe de la Contraloría también detalla cómo se ejecutan estas obras. La mayoría se hace por contrata (contratación de empresas constructoras) o bajo administración directa (cuando la propia entidad pública ejecuta la obra). Esto ultimo debe analizarse, por las sospechas que genera.
En el caso de los contratos con empresas, lo que suele ocurrir es que el contratista inicia la obra, recibe adelantos, pero luego surgen problemas de incumplimiento, adicionales no previstos o disputas sobre costos. Esto deriva en arbitrajes que pueden tardar años, mientras la obra queda detenida. Majes Siguas II es el mejor ejemplo: un megaproyecto con 10% de avance, con adelanto evaporado, detenido por disputas legales con la concesionaria
En el caso de la administración directa, el problema es la falta de capacidad técnica. Muchas municipalidades inician obras de riego sin ingenieros especializados, con escasa maquinaria y presupuestos mal calculados. Así, los trabajos se estancan a mitad de camino. El reservorio de Huancavelica ejecutado directamente por un municipio distrital es un ejemplo: tras tres años de intentos, quedó inconcluso por falta de supervisión y recursos.
Una obra se considera paralizada si no muestra avances durante seis meses. Sin embargo, en el agro hay proyectos que llevan años, incluso más de una década, en estado de abandono. Cada mes perdido encarece la obra, pues obliga a rehacer expedientes técnicos, actualizar costos y reiniciar procesos.
En Apurímac, una represa iniciada en 2012 nunca fue culminada; hoy, el costo de terminarla es mucho mayor que el presupuesto original. Mientras tanto, los agricultores de la zona siguen dependiendo de lluvias cada vez más impredecibles.
El problema no es solo técnico, sino institucional. El sistema de inversión pública (Invierte.pe) nació para garantizar que los recursos se usen bien, pero en la práctica se ha vuelto una trampa burocrática. Se invierte más tiempo en papeles y trámites que en asegurar que las obras realmente funcionen.
La falta de coordinación entre niveles de gobierno agrava el problema. Los municipios, sin capacidades, intentan construir obras que los superan. Los gobiernos regionales gestionan megaproyectos que se entrampan en conflictos políticos. El Ejecutivo, por su parte, carece de mecanismos eficaces de supervisión. El resultado es un Estado desorganizado, que gasta, pero no resuelve.
Lo que se necesita es una institucionalidad moderna, con reglas claras sobre qué nivel de gobierno ejecuta qué tipo de obra. El Ejecutivo debería hacerse cargo de las grandes represas e irrigaciones; los gobiernos regionales, de proyectos intermedios de impacto provincial; y los municipios, solo de obras pequeñas y comunitarias. Además, debería existir un sistema de certificación de entidades ejecutoras: solo las instituciones que cumplan con estándares técnicos y de transparencia deberían poder iniciar proyectos complejos.
La comparación internacional es inevitable. Mientras en el Perú un canal de riego de 50 kilómetros puede tardar más de diez años en ejecutarse —y quedar paralizado en el camino—, en China un proyecto similar se culmina en dos o tres años.
La diferencia no está solo en la disponibilidad de recursos, sino en la institucionalidad y la innovación. En China, los proyectos se planifican de manera centralizada, se aplican estándares uniformes y se aprovecha al máximo la tecnología. La construcción de presas, canales y sistemas de riego incorpora innovación en materiales, diseños modulares y maquinaria de última generación. Además, los plazos son controlados estrictamente y los sobrecostos son mínimos en comparación con el Perú.
Mientras aquí Majes Siguas II lleva más de una década entrampado, en China proyectos de irrigación similares han sido concluidos y puestos en operación en menos de un lustro. La lección es clara: con visión de país, disciplina institucional e innovación, la infraestructura puede convertirse en motor del desarrollo.
El informe de la Contraloría ha hecho visible un problema que el Perú arrastra desde hace décadas: el divorcio entre la planificación y la ejecución de la inversión pública. El agro, que debería ser prioridad, es víctima de esta desorganización.
Reactivar las 344 obras paralizadas en el sector agrario no es solo cerrar una estadística, sino garantizar agua para los campos, productividad para las chacras y futuro para millones de familias rurales. El reto no es menor: se trata de pasar de la burocracia a la acción, de los arbitrajes a las obras terminadas, de la corrupción a la transparencia. Es necesario seleccionar a los mejores cuadros y no satisfacerse con técnicos que no saben de planificación, ni de proyectos
Si países como China han demostrado que se puede construir más rápido, con mejor tecnología, con menos costos y con mejores resultados, el Perú no tiene excusas para seguir atrapado en su laberinto institucional. La pregunta no es si se puede, sino cuándo decidiremos hacerlo.