El Perú atraviesa una contradicción que duele y desconcierta: mientras miles de niños en las zonas andinas y amazónicas siguen padeciendo desnutrición y anemia, en las ciudades crecen el sobrepeso y la obesidad a un ritmo alarmante. Es el reflejo de un país que come mucho y mal, o poco y mal, según el territorio.
Pero tras esa paradoja hay un actor silencioso y esencial, casi siempre ausente del debate: los pequeños productores agrarios, responsables de más del 75 % de los alimentos que llegan a la mesa de los peruanos. A ellos se les exige eficiencia, sanidad, precios e inocuidad; se les pide abastecer los mercados con productos frescos y nutritivos, pero rara vez se les ofrecen condiciones dignas para hacerlo. Invisibles en las estadísticas y olvidados por las políticas públicas, los pequeños productores sostienen el sistema alimentario con escasos recursos, precios bajos y un Estado que todavía privilegia la agroexportación y la importación antes que la soberanía alimentaria.
Resulta paradójico que el país más admirado por su gastronomía viva tan desconectado de quienes la hacen posible. Nuestra cocina, tan rica y diversa, se ha convertido en símbolo de identidad nacional, pero también en vitrina del mercado: prioriza la estética y la abundancia antes que el valor nutritivo y el origen. Comer bien se ha confundido con comer mucho o con comer lo que está de moda, mientras los productos locales y saludables —papa nativa, quinua, tarwi y frutas— pierden espacio frente a los ultraprocesados y la publicidad invasiva.
Las cifras recientes confirman esta paradoja. En 2024, la desnutrición crónica afectó al 12,1 % de los niños menores de cinco años. La brecha entre campo y ciudad sigue siendo amplia: 20,9 % en el área rural frente a 8,5 % en la urbana (ENDES, 2024). En paralelo, la anemia mantiene niveles alarmantes. Según la OMS (2024) y la RM 251- 2024-MINSA, la prevalencia de anemia en niños de 6 a 35 meses alcanzó el 35,3 % a nivel nacional, con una brecha significativa entre el área rural (44,7 %) y la urbana (31,2%).
En las mujeres de 15 a 49 años, la anemia afectó al 26 %, con tasas similares en zonas urbanas (25,9 %) y rurales (26,3 %), lo que representa un incremento de 2,3 puntos porcentuales respecto al año anterior. Estas cifras reflejan desigualdades persistentes y un sistema alimentario que no garantiza una nutrición adecuada para todos.
A este panorama se suma una tendencia creciente al exceso de peso en la primera infancia. Al primer semestre de 2025, el 6,5 % de los niños menores de cinco años presenta tendencia al sobrepeso, fenómeno que se incrementa desde 2023. En el mismo periodo, el 1,9 % muestra tendencia a la obesidad (Instituto Nacional de Salud, 2025). La malnutrición, por déficit o por exceso, evidencia un grave problema de salud pública.
En los hogares rurales, la dieta sigue siendo limitada, con exceso de carbohidratos y escasa variedad; en las ciudades, la sobrealimentación de baja calidad se traduce en diabetes, hipertensión y enfermedades cardiovasculares. En ambos extremos, el costo es alto: se debilita el capital humano, se eleva el gasto en salud y se reduce la productividad nacional. Cada punto porcentual de anemia o de obesidad es, en realidad, una forma de desigualdad.
Por ello, hablar de alimentación saludable implica mucho más que promover dietas o campañas educativas. Significa construir un sistema que reconozca y fortalezca al productor local, que desarrolle mercados internos y que devuelva a la comida su sentido social y territorial. No puede haber nutrición digna si quienes producen los alimentos viven en la precariedad.
El Estado debe mirar con otros ojos al pequeño productor agrario: dotarlo de infraestructura, riego, servicios formativos, información, formalización, crédito y logística; permitirle acceder a las compras públicas; hacerlo partícipe de los programas alimentarios y facilitar el desarrollo de mercados locales. Cuando una escuela, un hospital o un comedor adquieren directamente a los productores de su región, no solo garantizan frescura y calidad, sino que también generan empleo, arraigo y justicia económica.
Al mismo tiempo, urge transformar la relación de la población con la comida. Comer sano no debe ser un lujo, sino una opción cotidiana, más fácil y más barata que recurrir a productos ultraprocesados. Esto requiere educación nutricional desde las escuelas, transparencia en el etiquetado, límites a la publicidad engañosa y una política tributaria coherente. Los recursos que hoy se pierden en exoneraciones tributarias a grandes corporaciones deberían redirigirse hacia programas de nutrición, agua segura y apoyo a la producción local. La justicia tributaria también es justicia alimentaria.
En los territorios rurales, la gestión comunitaria puede y debe jugar un papel central. Las comunidades poseen saberes ancestrales sobre alimentación equilibrada, cultivos sostenibles y respeto por la naturaleza. Fortalecer esas capacidades con apoyo técnico y recursos públicos es invertir en salud preventiva y desarrollo sostenible. Los comités barriales, las asociaciones de productores y los gobiernos locales pueden articular esfuerzos para asegurar alimentos frescos en las escuelas, mejorar la educación alimentaria y fomentar el consumo de lo nuestro.
El problema alimentario del Perú ya no se mide solo por la cantidad de comida, sino por la calidad, el origen y el sentido de lo que comemos. Somos un país que celebra su cocina como patrimonio, pero que aún no logra reconciliar ese orgullo con el derecho básico a una alimentación saludable. Alimentar bien al Perú no es una moda ni un discurso gastronómico: es una estrategia de desarrollo humano, social y ético.
Visibilizar y dignificar a los pequeños productores, asegurarles condiciones justas y fortalecer los mercados locales no es una concesión romántica, sino una condición indispensable para el futuro. Solo cuando quienes producen puedan vivir dignamente de su trabajo, y quienes consumen tengan acceso real a alimentos sanos, podremos decir que el Perú ha comenzado a sanar.
Y en esa transformación, será tarea de las nuevas generaciones —educadas en valores de respeto, sostenibilidad y equidad— conducirnos hacia un desarrollo genuino, donde alimentar bien sea sinónimo de vivir bien.