Por Manuel Otero
Director General del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA)
(Agraria.pe) Las crisis simultáneas a las que nos enfrentamos llevaron a la agricultura y la seguridad alimentaria al tope de la agenda global.
Las guerras, las señales inequívocas de un estancamiento de la economía mundial y la mayor intensidad y frecuencia de los eventos climáticos extremos afectan de manera significativa la geopolítica de los alimentos.
Con la economía global y el comercio internacional mostrando bajos ritmos de expansión y la persistencia en el mundo desarrollado de políticas monetarias contractivas, América Latina y el Caribe inicia el año proyectando una desaceleración en su tasa de crecimiento económico respecto a 2023 a un magro 1,5%, porcentaje que podría ser aún menor en caso de una agudización de shocks externos.
En el contexto de un mundo cada vez más complejo, las protestas de agricultores europeos sacudieron en las últimas semanas regiones del Viejo Continente, provocando que la Comisión Europea paralizara en lo inmediato la aplicación de una norma para reducir límites en el uso de agroquímicos.
La Unión Europea (UE), que adopta como mecanismo de estímulo al sector la Política Agrícola Común (PAC), cuyos objetivos y programas se renuevan quinquenalmente, incorporó a la PAC 2023-2027 distintas metas de sostenibilidad -como el programa “De la Granja a la Mesa”, que forma parte del Pacto Verde- y ha destinado 386.600 millones de euros para garantizar su ejecución. Un 72% de estos recursos están destinados a pagos directos a los agricultores.
El descontento de los agricultores europeos, que demandan más ayudas a través de subsidios y otras medidas de apoyo, apuntó también como un riesgo una avalancha de importaciones de alimentos baratos en caso de que se concluya el acuerdo comercial con el Mercosur. Ese pacto birregional, ya demorado, parece condenado a no ver jamás la luz.
Este conjunto de hechos destaca un punto que no puede ser minimizado: la competitividad genuina de los productores agropecuarios del continente americano, en especial los de América Latina y el Caribe, región que prácticamente sin subvenciones asume la responsabilidad de garantizar la seguridad alimentaria global, constituyéndose en el mayor exportador neto de alimentos del mundo.
Considerando a las Américas, uno de cada cuatro productos agropecuarios que se comercian a nivel global se origina en el continente, que representa más del 28% de las exportaciones totales de productos agropecuarios en general y la misma proporción en productos alimentarios.
Esa competitividad, que parece ensancharse de cara al futuro, es fruto de una construcción de décadas.
La región dispone de una riqueza natural que contribuye al eficiente ecosistema que caracteriza su producción agroalimentaria. A esos recursos (tierra, agua, biodiversidad) se suma una historia de políticas que no sustentan al sector a través de ayudas financieras pero que han sido exitosas por su perspectiva de largo plazo orientadas a los mercados internacionales y que se combinan con un sector privado con capacidades productivas y empresariales excepcionales, creativo y tenaz.
De la interacción colaborativa entre estas esferas conectadas a la ciencia, la tecnología y la innovación ha germinado un potente sector productivo.
Políticas sectoriales, mejoramiento de semillas y variedades, tierras en barbecho, desarrollo de institucionalidad para la vigilancia sanitaria, maquinaria adecuada, nuevas formas de asociación e innovación en las formas de producción, incluyendo la expansión de Agtechs para la digitalización de la agricultura, son algunas de las herramientas que impulsaron el desarrollo del sector agroalimentario de América Latina y el Caribe.
Allí están las exitosas experiencias constituidas en ejemplos de equilibrios entre productividad y sustentabilidad, como la siembra directa, los sistemas agrosilvopastoriles, el mejoramiento de los pastizales naturales, la creciente trazabilidad de las cadenas productivas, la ganadería sustentable, la extensión de la bioeconomía y la diseminación de buenas prácticas, que generan soluciones efectivas y viables y pavimentan la construcción de esa competitividad incuestionable.
El sector agropecuario tiene un papel insustituible en la vida económica y social de nuestros países, que asumen, junto a la tarea de alimentar al mundo de manera sostenible, la necesidad de impulsar a la agricultura familiar como un bastión para la consolidación de la paz social en la región. Nuestros productores agropecuarios y nuestros agricultores familiares constituyen la columna vertebral de la ruralidad en el continente.
Si los desafíos de la agenda global son impulsar el crecimiento, crear empleos de calidad, combatir la pobreza y la inequidad, apuntalar la resiliencia ante el cambio climático, proteger el agua, la biodiversidad, la salud y la nutrición y mitigar las causas que generan las migraciones, es inevitable pensar al desarrollo agropecuario bajo una visión sistémica y sostenible –con los agricultores de las Américas como protagonistas principales- como parte de las soluciones y no de los problemas.