Por Fernando Eguren, presidente del CEPES
(Agraria.pe) La crisis alimentaria en el Perú no deja de empeorar, pero el Estado no se ha dado cuenta. Una última encuesta nacional nos revela unas cifras impactantes: en setiembre el 57% de encuestados respondió que en los últimos tres meses sus hogares habían dejado de comer al menos un día.
Es un porcentaje mucho mayor que en las encuestas realizadas los meses de marzo (44%) y junio (46%) de este mismo año. Más grave aún: en setiembre el 75% de los hogares rurales encuestados ¡tres de cada cuatro! respondió en el mismo sentido.
No queda sino llegar a la conclusión que, desde el inicio de la pandemia en el 2020, la situación alimentaria no ha hecho sino agravarse. Al principio era por la misma pandemia y las deficientes respuestas a ella por el Estado. La situación se tornó más complicada en la postpandemia por la crisis del transporte marítimo; la guerra de Rusia contra Ucrania que trastocó el comercio de cereales y causó la escasez de urea en los mercados; la subida de precios de la energía y la inflación resultante; los problemas climáticos que afectaron las cosechas en importantes países exportadores de alimentos. A estos factores externos se sumaron los internos: la falta de respuestas eficaces para aliviar la situación de los agricultores afectados por la cuarentena durante la pandemia y los impactos del ciclón Yacu y el Niño Costero; el fiasco de las importaciones fallidas de la urea; el desmantelamiento de las instituciones públicas, y particularmente del ministerio de Agricultura y Desarrollo Agrario.
Recogiendo los efectos de esta “tormenta perfecta”, la FAO reveló en su informe anual del 2022 una cifra que el Perú no recordaba haber tenido en el pasado: la mitad de la población del país estaba en situación de inseguridad alimentaria. En otras palabras: más de dieciséis millones de pobladores del Perú carecen, en palabras de la FAO, “de acceso regular a alimentos inocuos y nutritivos suficientes para un crecimiento y desarrollo normales y para llevar una vida activa y saludable”.
No podemos, pues, sino sorprendernos que para el Poder Ejecutivo y el Legislativo la crisis alimentaria sea invisible, no existe. En las rencillas internas por arrancharse jirones del poder y ocultar la corrupción, ambos poderes, así como diversos organismos públicos, no solo son indiferentes al drama de millones de hogares, sino que contribuyen activamente a que este se agudice, mezquinando el apoyo a las iniciativas de los vulnerados directamente por la crisis.
El CEPES y otras organizaciones de la sociedad civil hacemos esfuerzos, desde nuestras limitadas posibilidades, de llamar la atención sobre este drama con la esperanza de que la cuestión agroalimentaria se incorpore en un lugar prioritario en la agenda pública, como una urgente necesidad tanto en el corto plazo como para afrontar un futuro que aparece cada vez más incierto.